El régimen franquista ordenó en 1941 a los gobernadores civiles elaborar una lista de los judíos
que vivían en España. El censo, que incluía los nombres, datos
laborales, ideológicos y personales de 6.000 judíos, fue,
presumiblemente, entregado a Heinrich Himmler. Los nazis lo manejaron en sus planes para la solución final. Cuando la caída de Hitler era ya un hecho, las autoridades franquistas intentaron borrar todos los indicios de su colaboración en el Holocausto.
Poco quedó de este “regalo” de Franco a Hitler hasta la reciente
aparición del documento que prueba la orden antisemita de Franco.
Al final de la II Guerra Mundial, el
régimen de Franco intentó con relativo éxito confundir a la opinión
pública mundial con la fábula de que había contribuido a la salvación de
miles de judíos del afán exterminador nazi. No solo era falso lo que la
propaganda franquista pretendía demostrar. En la España del dictador
hubo la tentación de contribuir a acabar con el “problema judío” en
Europa.
La paciente labor de un periodista judío, Jacobo Israel Garzón, ha conseguido que aflorara el único documento conocido sobre el asunto, conservado por casualidad en el Archivo Histórico Nacional, y proveniente del Gobierno Civil de Zaragoza. Lo publicó en la revista Raíces. A
partir de esa indagación se ha reconstruido la historia de la
frustrada colaboración con el Holocausto. Quiénes fueron protagonistas y
cómplices. Una historia que cambia la Historia.
El 13 de mayo de 1941, todos los
gobernadores civiles españoles reciben una circular remitida el día 5
por la Dirección General de Seguridad. Se les ordena que envíen a la
central informes individuales de “los israelitas nacionales y
extranjeros afincados en esa provincia (…) indicando su filiación
personal y político-social, medios de vida, actividades comerciales,
situación actual, grado de peligrosidad, conceptuación policial”. La
orden la firma José Finat Escrivá de Romaní,
conde de Mayalde, el último día de su permanencia en el cargo, porque
va a ser relevado por el coronel Galarza. De ese puesto va a saltar en
pocos días al de embajador de la España de Franco en Berlín.
El conde es un personaje refinado y culto,
y muy amigo de Ramón Serrano Suñer, el hombre fuerte del régimen [fue
ministro de Interior y Asuntos Exteriores], que es quien le va dando los
distintos cargos que ostenta. Ha prestado grandes servicios a Serrano y
a Franco, como el de organizar a los policías que, en connivencia con
el embajador Lequerica y la Gestapo, utilizando a un siniestro policía
de apellido Urraca, consiguió traer a Companys y Zugazagoitia a España
para sufrir una burla de juicio y ser fusilados.
José
Finat hizo buenas migas con Himmler cuando este visitó España en
octubre de 1940. Himmler pudo asistir a un espectáculo que le pareció
cruel: una corrida de toros en Las Ventas. En esos días, ambos pusieron
al día una vieja colaboración firmada por el general Severiano Martínez
Anido en 1938. Gracias a ese acuerdo, la policía política alemana goza
de status diplomático en España, y puede vigilar a los 30000 alemanes
que viven aquí.
Dentro de poco más de un mes, Finat va a
ocupar su cargo de embajador en Berlín. Allí podrá entregar en persona a
Himmler sus listas de judíos. Si España entra en la guerra, serán un
buen regalo para los nazis. Antes va a tener tiempo suficiente para dar
una paliza y emplumar por homosexual a un cantante, Miguel de Molina. Le
ayudará el falangista Sancho Dávila, primo del fundador del partido
fascista.
El objetivo del Archivo Judaico no
consiste en defender al régimen de la posible acción subversiva que
puedan realizar los refugiados que pasan por España huyendo de la
persecución nazi. Esos son conducidos directamente a Portugal para que
se marchen a Estados Unidos, o internados en el campo de concentración
de Miranda de Ebro hasta que se sepa qué hacer con ellos. De lo que se
trata, sobre todo, es de tener controlados a los judíos españoles de
origen sefardí:
“Las personas objeto de la medida que le
encomiendo han de ser principalmente aquellas de origen español
designadas con el nombre de sefardíes, puesto que por su adaptación al
ambiente y similitud con nuestro temperamento poseen mayores garantías
de ocultar su origen y hasta pasar desapercibidas sin posibilidad alguna
de coartar el alcance de fáciles manejos perturbadores”.
El trabajo no va a ser fácil por esa
capacidad de adaptación que tienen los judíos. Sobre todo en lugares que
no sean como Barcelona, Baleares y Marruecos, donde había antes de la
guerra “comunidades, sinagogas y colegios especiales”, y eso permite una
mayor facilidad de localización.
La circular no oculta la urgencia de la
acción. Hay que proteger al Nuevo Estado de la posible actuación de
estos individuos, que son “peligrosos”. El coronel Valentín Galarza está
poniendo patas arriba el ministerio que le ha dejado Serrano Suñer,
infestado de falangistas revolucionarios. Pero no va a destrozar toda la
obra de su antecesor. El Archivo Judaico se va a seguir completando con
carácter de urgencia al principio y con metódica seriedad después.
¿No son acaso los judíos y los masones los enemigos fundamentales del Nuevo Estado?
Cuando haya pasado el tiempo, el Archivo
Judaico será ocultado y sistemáticamente destruido, como toda la
documentación comprometedora para el régimen franquista en relación con
la persecución antisemita realizada en los años cuarenta. Cuando deje de
ser urgente tener listas completas de israelitas y haya que justificar
la patraña de que el régimen surgido del 18 de julio ayudó en todo lo
posible para que se salvaran muchos judíos de la persecución nazi.
En mayo de 1941, cuando se envía la
circular, resulta muy significativa la desaparición de las guardias de
falangistas de la puerta del Ministerio de la Gobernación. Ya no se
trata de que la represión la lleve la Falange por su cuenta, como si
fuera un poder autónomo del Estado. Se trata de que el Nuevo Estado
asume comportamientos que le identifican con los de la Alemania nazi,
pero mediante las instituciones tradicionales, o sea, en este caso, la
Policía y la Guardia Civil. Eso sí, “auxiliados por elementos de
absoluta garantía”.
Esos elementos son falangistas entusiastas
de la represión, que hay muchos. Porque continúa en funcionamiento la
Delegación Nacional de Información e Investigación, con sedes en muchos
municipios españoles. Hay más de tres mil agentes del partido repartidos
por toda la geografía nacional, que elaboran sin descanso expedientes
sobre sospechosos. En el año anterior han escrito más de ochocientos mil
informes y han elaborado fichas sobre más de cinco millones de
ciudadanos. Los miembros de las delegaciones hacen informes constantes
sobre la situación política en cada lugar, sobre el estado de la opinión
pública, y sobre los antecedentes políticos de cualquier ciudadano que
aspira a un puesto de trabajo. Y tienen el privilegio de participar en
interrogatorios policiales y torturas en comisarías o cuartelillos.
A veces, fuera de las dependencias
judiciales. El ricino y las palizas callejeras están a la orden del
día. Con el cambio de destino del conde de Mayalde, los falangistas
dejan de ser los que encabezan este tipo de investigaciones, pero están.
Siguen estando.
Los investigados para el Archivo Judaico
no son gente de especial relevancia. Salvo en algún caso, como el del
escritor Samuel Ros, amigo íntimo del revolucionario Dionisio Ridruejo,
cuya condición de judío levantará las inquietudes de los funcionarios
nazis instalados en España. Se da la circunstancia de que Ridruejo es
también muy amigo del conde, con el que va a compartir muchas jornadas
en Berlín durante su discontinua presencia en la División Azul, el
contingente español que va a marchar a Rusia a luchar contra el
comunismo a las órdenes del general Agustín Muñoz Grandes.
Los hombres de Himmler, a los que el conde
de Mayalde ha dado el estatus oficial para que se muevan con soltura
por el país, reclaman a la Policía española que les dé detalles sobre
las actividades de Samuel Ros. Incluso se atreven a protestar porque se
le permita escribir en medios oficiales como el diario falangista Arriba.
Otra
de las circunstancias llamativas de la circular es que rompe con el
antijudaísmo clásico de la católica España. Para la Iglesia, y por tanto
para el régimen nacional católico amparado por los cardenales Pla i
Deniel y Gomà, un judío deja de serlo si se convierte al catolicismo.
Los nazis consideran que se trata de una raza, y el conde de Mayalde
expresa claramente su concepción próxima a la de los seguidores de
Hitler: los sefardíes, que por “su adaptación al ambiente y su similitud
con nuestro temperamento poseen mayores garantías de ocultar su
origen”. Hay un temperamento español y un origen judío.
La fecha en que se emite la circular
tampoco es casual. En España se debate desde hace meses la posibilidad
de que el país entre en guerra al lado de Alemania. Y los más furibundos
partidarios de esta opción son los falangistas revolucionarios, los
nacionalsindicalistas que admiran a Hitler y comprenden su política de
liquidación del judaísmo.
En Francia, las autoridades de Vichy han
puesto en marcha, sin necesidad de que los ocupantes alemanes se lo
pidan, un Estatuto Judío que incluye un censo. Ya hay muchos miles de
judíos franceses o apátridas recluidos en campos de concentración en la
zona de Vichy y en la zona ocupada. En todos ellos la autoridad le
corresponde a la policía francesa. De esos campos saldrán los trenes de
la muerte que conducirán a casi todos los judíos franceses al exterminio
en Auschwitz.
El más importante está al lado de París,
en una localidad llamada Drancy, donde catorce sefardíes españoles han
sido recluidos. Un diplomático llamado Bernardo Rolland de Miota, cónsul
general en París, intenta, contra las órdenes del embajador Lequerica y
del ministro Serrano Súñer, salvarles. No lo consigue, aunque sí puede
actuar a favor de otros dos mil que reciben protección de su consulado.
Serrano Suñer le hará pagar por su desobediencia destinándole a un
oscuro puesto africano. Será declarado por la Fundación Wallenberg
“justo entre las naciones”, un título al que se harán acreedores otros
diplomáticos españoles, como Sebastián de Romero, Eduardo Propper, Julio
Palencia, Ángel Sanz Briz o Carmen Schrader.
La reunión de Wannsee. A las afueras de
Berlín hay un plácido barrio de casas residenciales donde muchos
berlineses de posición económica acomodada pasan los fines de semana.
Antes para alejarse del estruendo de la gran urbe. Ahora para eludir la
incomodidad de las alarmas aéreas. El barrio se llama Wannsee, y está
construido a las orillas del lago del mismo nombre.
Allí se solazan y descansan los
responsables de la Seguridad del Estado hitleriano. Los jefes de los
Eisantzgruppen, estresados, se recuperan del pesado trabajo de matar en
masa a tantos judíos, a tantos partisanos y comisarios bolcheviques. Lo
hacen en una casa adquirida por la Seguridad del Reich, que dirige un
asesino en masa llamado Reinhardt Heydrich.
Heydrich,
el virtuoso violinista que, a las órdenes de Himmler, desarrolla la
matanza de los judíos, ha hecho balance, y este no es nada bueno. Con
gran esfuerzo y un enorme gasto de munición y recursos, se ha conseguido
matar solo a un millón de judíos en números redondos, de los más de
once que se calcula que están en los territorios del Reich o en las
zonas conquistadas. Y lo que no cabe ya, a la vista de la reacción del
Ejército soviético, que ha detenido la ofensiva sobre Moscú y
Leningrado, es pensar en expulsar a todos los hebreos hasta los montes
Urales para que allí se extingan.
Hasta octubre de 1941, se ha conseguido
que quinientos treinta y siete mil judíos se marcharan de los
territorios del Reich. Unos quinientos mil, de Alemania y Austria; los
treinta mil restantes, de Bohemia y Moravia. Pero esta política está
realmente acabada, porque trae muchos problemas, en plena guerra,
negociar transportes, destinos e itinerarios.
Mientras a los de las repúblicas bálticas
se les mata en bosques o se les enrola por la fuerza en destacamentos de
trabajo, en Varsovia sigue habiendo un gueto poblado por decenas de
millares de judíos polacos que absorben recursos alimenticios, que
obligan a dedicar numerosas tropas a controlarles. No es barato liquidar
el problema judío. Los responsables de cada área ocupada se las ven y
se las desean para cumplir con una orden muy vaga, la de que cada uno se
las tiene que arreglar para matar a sus judíos. Pero eso no es fácil.
Hans Frank, el gobernador general de Polonia, ha mostrado su
desesperación hace pocas semanas: “No podemos fusilar a esos tres
millones y medio de judíos, no podemos envenenarles, pero tenemos que
ser capaces de dar pasos para encontrar una forma de llegar al éxito en
el exterminio”.
Es 20 de enero y en el palacio de Wannsee,
junto al lago de aguas cristalinas, Heydrich ha reunido a los quince
mejores expertos en matanzas porque ha recibido la orden de poner de una
vez en marcha la “solución final” de ese problema. Hay que tomarse en
serio el asunto, y ordenar los métodos, convertir el empeño en un
sistema industrial eficiente en resultados concretos y en términos de
economía. Y la consigna debe carecer de elementos que permitan la duda. A
partir de ahora está claro que lo que procede es matar a todos,
absolutamente todos, los judíos que se encuentran en territorios del
Reich o en zonas conquistadas. No solo en esas áreas, sino también en el
resto de Europa. Porque quedan muchos judíos en países rendidos o
aliados. En casi ninguno de ellos se va a encontrar ningún problema para
aplicar la solución. Sí en Italia, que es un aliado dubitativo en este
asunto, pero no hay quejas sobre la actitud de Francia.
Hitler ha hecho hincapié varias veces en
su “profecía” de que, si se produjera una nueva guerra mundial, los
judíos desaparecerían de la faz de la tierra. Ahora ya no puede haber
vacilaciones. Ya hay una guerra mundial desde que Estados Unidos se han
enrolado en ella. Dentro de diez días, en un sitio público, el
Sportpalas de Berlín, el Führer va a insistir en ello: “Esta guerra no
tendrá un final como imaginan los judíos, con el exterminio de los
pueblos arios de Europa, sino que el resultado de esta guerra será la
aniquilación de la judería. Por primera vez, la antigua ley judía será
aplicada ahora: ojo por ojo y diente por diente”.
No
hay constancia documental de que en Wannsee se hable de España. Se hace
notar, simplemente, que allí hay seis mil judíos. Pero su destino está
claro, para cuando se pueda atender la relación con este país. Lo seis
mil están censados por algún organismo del Gobierno, que ha pasado nota a
los representantes alemanes en la Embajada de Madrid. El censo que
inició el 5 de mayo de 1941 José Finat, conde de Mayalde, ahora
embajador en Berlín. Están todos localizados.
Una compleja serie de razones impedirá que
España entre en la guerra al lado de Alemania. Eso evitará que los
nombres incluidos en el Archivo Judaico pasen a formar parte de los
listados de Auschwitz.
A finales de 1945, los archivos de los
ministerios de Gobernación y de Asuntos Exteriores serán expurgados para
que no quede nada que demuestre que la mayor actitud de piedad de
Franco hacia los judíos fue dejar pasar a algunos, o soportar en
ocasiones la acción individual de los pocos diplomáticos que se la
jugaron por salvar vidas humanas.
El Archivo Judaico habría sido un hermoso
regalo para Hitler. Su conservación, una repugnante prueba de lo que los
falangistas de Ramón Serrano Suñer pretendían hacer con los judíos
españoles.
El cinismo franquista llegó al extremo
cuando tuvo que negociar con los aliados vencedores en la guerra la
liquidación de las deudas con Alemania. La delegación española se
atrevió, ante el escándalo de los representantes aliados, a pedir
compensación por los daños patrimoniales causados por los nazis a los
sefardíes de Tesalónica. El representante inglés McCombe tuvo que
recordar en la reunión que España jamás había protestado por la
persecución nazi contra sus compatriotas.
(El País, 20/VI/2010)